14/12/2023

Diario del trópico (II): Colombia, camina conmigo

Llego a un país que conozco bien, o eso le dije al editor de esta revista para proponerle “Diario del trópico”. Pero ahora, en mis primeros pasos colombianos, creo que no es posible llegar a conocer un país. Escuché una vez que para conocer una ciudad debes vivir diez años en ella. Digamos, entonces, que para conocer un país serían necesarios, al menos, cien años. Conozco, según esta matemática, un 1,3% de Colombia.

14/12/2023

Estas fueron mis medias verdades: “Conozco bien Colombia. Y es un país que crece, que sale de un conflicto armado de muchas décadas, que da pasos hacia lo que han llamado «la paz total». Que tiene iconos como Medellín y Cartagena, como Gabo y Tirofijo. Que vive entre el realismo mágico y el gótico tropical. Que duerme junto al Caribe y las selvas, en las faldas de la espina dorsal andina. Que cada día atrae más turismo, a medida que se quitan el muerto –la fama– del sicariato. Que tiene el punto más al norte de Sudamérica y una de las fronteras más infranqueables del planeta, el tapón del Darién. Que despierta con fútbol y trasnocha con reggaetón. Que multiplica los colores del cielo y los colibrís. Que se abre al mundo como potencia biodiversa y cultural. Colombia está amaneciendo, y yo quiero verlo, y contar un pedazo del país donde aprenden a cantar los pájaros”.

Debieron surtir efecto mis medias verdades porque aquí estoy, con esta segunda entrega del diario tropical. Acabo de pisar Colombia. Y huelga decir que no pretendo explicarla, pretendo, como mucho, contarla. Ni antropólogo ni sociólogo ni doctor. Si puedo arrancar uno o dos tópicos del trópico, satisfecha estará mi empresa.

 Que se abre al mundo como potencia biodiversa y cultural. Colombia está amaneciendo, y yo quiero verlo, y contar un pedazo del país donde aprenden a cantar los pájaros”.

Conocí al último superviviente de la generación Caliwood: la "rata" Carvajal, y me inventé un recorrido que ya no existe.

Saber qué va a pasar en estos meses venideros es imposible, pero para indagar en lo que viene es un buen ejercicio mirar atrás, a lo que ya sucedió en mis últimos meses de trabajo colombiano:

En Colombia viajé, varias veces, en coche blindado: la jefa, querida por muchos, no levantaba simpatías en algunos. Estuve a un metro de un joven guerrillero postrado en el suelo, desmayado; la médica ancestral le restregaba ortigas por todo el cuerpo para intentar curarle/despertarle. Vi dos cóndores comer frente a mí, a 3.000 metros. Bebí aguardiente, viche (licor de caña del Pacifico) y chirro (bebida ancestral indígena). Celebré dos victorias electorales –primera y segunda vuelta– de Petro y Francia en sendas juergas callejeras: Petro-rumbas se llamaron. Volví a descubrir Cali, la ciudad más callejera de Colombia, bajo un sol de justicia y una luna muy injusta.

Conocí al último superviviente de la generación Caliwood: la «rata» Carvajal, y me inventé un recorrido que ya no existe. Viajé en una caravana humanitaria con afros, indígenas y campesinos hasta Bogotá, durmiendo aquí y allá. Escuché disparos y explosiones. Mi calle amaneció con pintadas del ELN. Hice algunos amigos, hice una gran amiga. Di y recibí algunos besos falaces. Di y recibí algunos besos honestos. Cada dos semanas me afeité, en la barbería de Bryan, con navaja filosa. Tomé medio litro de jugo de naranja recién exprimido más de cien veces. Alquilé decenas de lavadoras (sí, en ciertas zonas de Colombia se alquilan las lavadoras y aquí doy unas pinceladas). Me subí a un avión que hacía tres horas ni contemplaba. Pesqué diez peces en veinte minutos. Gané un premio de periodismo. Volví a echar dedo, a dormitar en bancos. Di un taller de comunicación en la selva pacífica. Escribí un diario tropical. Leí ÑaméricaBonsái, Un viejo que leía novelas de amor, Teoría King Kong, Memorias y libelos del 15-M, Jantipa o del Morir, En las montañas de la locura, De río en río, Que viva la música y algunos más. Dejé de fumar. Volví a fumar. Dejé de beber. Volví a beber. Dije aquello de: «no voy a beber más… pero tampoco menos». Aprendí algunas canciones nuevas con la guitarra. Lloré un mar Caribe la noche que me iba de Madrid. Solo lloré un río volviendo. Comí un millar de arepas. Aprendí un par de cosas, olvidé otro par. Fui, y esto es mucho, moderadamente feliz en Santander de Quilichao (un pueblito del suroccidente colombiano). Parafraseando el poema de Amado Nervo: Colombia, “nada me debes”. Colombia, “estamos en paz”.